Hace un tiempo tuve una amiga. De esas que uno quiere de verdad.
Elegante, extranjera, carismática. Súper intensa, eso sí.
Compartíamos pasiones: la docencia, lo humano, la ironía, las carcajadas con fondo reflexivo.
Una amistad que parecía una buena serie: capítulos breves, bien escritos, con pausas entre temporadas.

Hasta que un día me citó a tomar un café.
Nada raro. Hasta que me senté.

“Me siento abandonada”, me dijo.
“Ya no estás. Me dejaste botada”.

Y claro, yo atravesaba un par de tormentas personales (esas que no se avisan por WhatsApp).
Pero en su libreto, eso no cabía.
Ella tenía su versión de mí: el amigo que responde siempre, el que está disponible, el que nunca falla.
El maestro, dijo al despedirse.
Como si fuera un personaje. Un rol. Una función.

Y ahí entendí:
no hablaba de mí.
Hablaba de su idea de mí.
De lo que necesitaba que yo fuera.

Y eso, disculpa, ya no me interesa.

No me interesa tu versión de mí.
Porque soy más que tu guion.
Porque hay silencios que también son afecto, y distancias que no niegan la cercanía.
Porque mis vínculos no son contratos de exclusividad ni relaciones públicas.
Porque la amistad —la mía, al menos— es libre, no es una deuda emocional.
Y si me necesitas como espejo constante, quizás no estás buscando un amigo, sino un público.

Así que gracias por el café,
y por la metáfora innecesaria de “maestro”.
Pero yo ya no estoy para audiciones.
Estoy escribiendo mi propia versión.
Y en esa, a veces, también me doy espacio para desaparecer un rato.


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