Pepe Mujica se murió.
Y no le digamos “don” ni lo nombremos con solemnidad. Porque a él tampoco le habría importado un carajo. Le cargaba la pose.
El viejo se fue. Pero viejo no en el sentido de gastado. Viejo como roble, como vino malo y fuerte, como palabras que raspan.
No era un héroe. Era un tipo con barro en las uñas, con la voz cascada por decir verdades incómodas y fumarse todo. Literalmente.
No se maquillaba con discursos. No andaba pidiendo perdón por pensar distinto.
No vendía bienestar en cápsulas ni hablaba de propósito con PowerPoint. Decía lo que pensaba. Y si dolía, mejor. Si no dolía, era decorado.
Y lo de austero… ¿Austero? El tipo vivía en una chacra, andaba en escarabajo,
pero no era pobreza de cartón para hacer campaña. Era así. Porque odiaba lo otro: el exceso, la vanidad, la estupidez de creer que la plata compra sentido.
Vivió como quiso. Y ahora que se murió, no lo embalsamen en frases lindas ni en documentales emotivos. ¡No lo conviertan en santo, por favor! Mujica no era zen: era filo. Era un puño en la mesa y una flor en la mano. Las dos cosas. Contradicción pura.
¿Te incomoda? Perfecto. Porque su vida incomodaba. Porque mientras todos se suben al tren del éxito, él iba caminando por la vía contraria, con un perro y un mate.
No vine a llorarlo. Vine a encenderlo. Mujica era fuego… Y si este mundo tiene algo de corazón, entonces que su muerte no sea un adorno. Que sea un grito. Un cachetazo. Una invitación brutal a vivir distinto.
Tú, que estás leyendo esto, ¿cuánto de ti se murió ya sin que te dieras cuenta?

