Dicen que cambiamos de piel cada 28 días. Dicen que cada siete años, nuestras células se han renovado. Que biológicamente ya no somos los mismos. Pero ahí estás: mirándote al espejo con la misma cara de siempre. Con la misma historia rancia repitiéndose en tu cabeza. Las mismas frases calcadas. “Yo soy así.”
Todo cambia. Los gustos, los cuerpos, los amores, las prioridades. Cambian los afectos, cambian los silencios, cambia lo que toleras. Cambia lo que antes llamabas hogar. Cambian las manos con las que te agarrabas al mundo.
Pero tú no. Tú sigues actuando como si nada. Como si fueras una estatua griega. Congelado. Pulcro. Muerto. Adorando la coherencia como si fuera una virtud, tu identidad. Pero entérate: no lo es. Es una trampa. Y la trampa está en la cabeza, ese órgano inflado, el más evolucionado.
El cerebro odia el caos y ama lo conocido. Detesta la novedad. No le interesa tu libertad. Le interesa tu supervivencia. Y eso significa que repitas. Que sigas. Que obedezcas. Aunque duela. Aunque esté todo podrido.
Así que sigues ahí, montado en una identidad que ya no existe. Defendiendo una versión tuya que expiró hace rato. Apegado a lo que alguna vez funcionó. Como quien guarda una camisa vieja por si acaso. Aunque apriete. Aunque te dé vergüenza.
Y entonces (si buscas la suerte) llega el momento. Ese corte. Ese ruido. Ese desgarro. Una pérdida. Un cansancio rabioso. Una grieta en el guión.
Y si estás despierto, si no te dopaste con excusas, pasa: la conciencia. Ese instante donde lo ves. Lo ves todo. Te ves. Y ahí empieza el cambio real. El que no es automático. El que no es sobrevivencia. Donde tú eliges.
Con miedo. Con dudas. Con cicatrices. No es una epifanía. No es luz divina. Es sucio. Es confuso. A veces ni siquiera sabes si estás mejor. Pero es tuyo, y ya no hay marcha atrás. Porque cuando ves el cambio, ya no puedes hacerte el ciego. Cuando ves que repites la misma historia, ya no puedes culpar a nadie… Ahora te toca decidir.
Así que la próxima vez que sientas que algo se rompe, no lo tapes. No corras. No llenes el vacío con planes, frases lindas o gente que te distraiga.
Escúchalo. Nómbralo. Y deja que duela.
Tal vez ya cambiaste.
Y no lo habías notado.

