Hay personas que no se van, se transforman en preguntas.
Se quedan habitando los rincones de nuestras conversaciones. Se quedan ahí, cuando dudamos, cuando miramos distinto, cuando amamos de verdad.
Hace cuatro años se fue Humberto Maturana.
Maturana era biólogo, sí. Pero también fue algo más incómodo de definir: un pensador insurrecto, un tejedor de ideas raras, un ser extraño para nació para pensar distinto.
Nos enseñó que el conocer no era acumular verdades, sino una danza entre emoción y lenguaje, que sin emoción, no hay conocimiento, que amar no es un acto romántico, sino un acto político: permitir que el otro exista, sin intentar moldearlo.
Era un tipo serio, pero no grave. Profundo, sin solemnidades. De esos que sabían que la claridad se logra cuando dejas de fingir que sabes. Y entonces, siempre preguntaba, con una tranquilidad que desarmaba.
- ¿Qué significa vivir?
- ¿Qué espacio estás creando cuando hablas?
- ¿Estás actuando desde el miedo, o desde el amor?
En tiempos de algoritmos y respuestas rápidas, su legado es un llamado a lo lento, lo humano, lo vivo. A convivir, a co-habitar, a reflexionar sin certezas.
Recordarlo no es nostalgia, es una invitación a incomodar(nos), a salirnos del libreto, a dejar de mirar la vida como un problema a resolver, y empezar a habitarla como una conversación, fuera del excel.
Hoy, que todo parece tan programado, tan optimizado, tan artificialmente emocional, volver a Maturana es volver a algo extraño: nuestra humanidad.

