No siempre fui el que encajaba. De hecho, nunca lo fui del todo…

Me sentí más cómodo entre revistas de diseño mal encuadernadas que en una oficina luminosa con muebles blancos. Preferí siempre la letra desprolija de los fanzines al cuidado discurso de las charlas motivacionales. Y si me preguntabas por mis aprendizajes más significativos, no estaban en las aulas… estaba en conversaciones con gente que no sabría describir ni Wikipedia.

Pero crecí.
Y como muchos, fui afinando el perfil adulto.
Moldeando la voz, ajustando el volumen, moderando el gesto.
Porque en este mundo —tan lleno de formas prediseñadas— ser raro puede sentirse como una falla del sistema.

Hasta que entendí que lo raro no es un error.
Es un rasgo.
Una pista de lo que es esencial.

Vivimos en una época en que lo “auténtico” se compra por catálogo, y lo diferente se tolera mientras sea vendible. Pero la verdadera rareza (la que no cabe en un CV) esa está siendo marginada. Silenciada. Y lo que se margina, se empobrece.

La historia no la han escrito los que hicieron todo bien. La historia la empujaron quienes incomodaron, quienes pensaron distinto, quienes se atrevieron a ser un poco (o mucho) inadecuados.
Einstein, Van Gogh, Bowie, María Zambrano…
Raros todos.
Necesarios todos.

Quizás ya no es tiempo de seguir escondiendo esa parte que no encaja.
Quizás llegó el momento de buscarla, nombrarla, y traerla de vuelta al centro.
Porque lo raro, lo verdaderamente raro, es una forma de verdad (mi verdad).

Y si algo en ti también se sintió fuera de lugar…
ojalá no lo ajustes.
Ojalá lo abras.

El mundo necesita conocerlo.


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