Hay momentos en que uno se siente como un infiltrado en su propia vida.
Me ha pasado más de una vez.
Durante la pandemia, me invitaron a dar una charla virtual para una universidad con presencia en varias regiones del país. Me habían encontrado por redes sociales; les llamó la atención una publicación que hice, y quisieron transformarla en una charla experiencial para motivar, reflexionar y generar vínculos. El desafío era hermoso. Soñado.
Preparé todo como siempre. Pero al entrar a la plataforma virtual, vi más de 200 personas conectadas… reconocí algunos nombres: autoridades, académicos con doctorado, investigadores. Uf. Muchas credenciales. Mucha pompa.
Y yo ahí, con mis apuntes al otro lado del monitor, cruzando los dedos para que no se cortara el Wi-Fi.
Durante los primeros minutos, mi cuerpo estaba ahí, hablando. Pero por dentro, una voz no paraba de molestar:
“Estás puro vendiendo humo. Nadie te cree. Te van a pillar.”
Ese día terminé agotado. No por la charla —que salió muy bien— sino por el desgaste de resistir a mi impostor.
Ese personaje no se ve, pero pesa como si llevaras un ladrillo en el pecho.
Ese peso tiene nombre: síndrome del impostor. Una forma de autoboicot en la que, pese a tus logros, sientes que estás estafando a todos. Como si hubieras llegado ahí por error. Como si estuvieras a punto de ser desenmascarado.
Con el tiempo, aprendí a mirarlo con otros ojos.
Ya no le creo todo. Lo escucho, lo invito a sentarse, y le digo:
“Tranquilo. Sé que estás asustado… pero esta vez no vamos a huir.”

