A veces, la mejor forma de pertenecer es aceptar que uno no pertenece (todavía).
Hace años participé en una intervención organizacional. De esas grandes, con profesionales llenos de credenciales, expertos en su área, con muchas personas a su cargo. Y yo… era el coach de la jornada. Iba con mi libretita, mis dinámicas probadas y ese entusiasmo de quien quiere conectar con todos desde el minuto uno.
En una actividad, teníamos que hacer una ronda de apreciación: decirle al otro lo que valorábamos de él o ella. Una actividad bonita, potente. Quise participar, como un gesto para vincularme más con el grupo. No era obligatorio para mí. Pero lo hice.
Le dije algo amable a una participante. Ella, doctora con años de experiencia, me miró con una sonrisa genuina y dijo:
- Gracias, profesor, por traernos esta actividad, muy interesante, he aprendido harto. Eso lo valoro.
Y se acabó su turno, me tocaba a mí, tenía que decir algo que valoraba de ella… Y me quedé en blanco, no la conocía, ni su nombre tenía claro. ¿Qué podía decir?
Balbuceé algo como:
- Valoro que estés aquí, participando… eso.
Esa fue mi gloriosa intervención. Ella fue amable. El grupo siguió como si nada. Pero por dentro, me sentí un fraude.
¿Por qué quise meterme en esa dinámica? ¿Para mostrar cercanía? ¿Para «ser parte»?
La verdad es que no me correspondía. Era el facilitador, el extraño, y eso no era malo, solo que yo no lo había aceptado todavía.
Ese día entendí algo que me sigue acompañando: a veces, intentar parecer más cercano de lo que realmente eres, genera el efecto contrario. Se nota. Huele forzado. Y por mucho que uno quiera conectar, hay momentos donde el respeto se gana no invadiendo el espacio del otro.
Siempre será mejor no forzar el vínculo y habitar nuestro lugar con dignidad. Es mejor observar, sostener, escuchar… que intentar encajar a la fuerza. Hay roles donde no perteneces del todo. No eres colega, no eres parte del equipo, no tienes historia con ellos. Eres el que llega a ofrecer algo, y eso es suficiente.
No necesitas caer bien. Ni ser el más empático del salón. A veces, basta con ser claro, atento, respetuoso. Y sobre todo, auténtico.
Porque la autenticidad, aunque sea incómoda, es magnética. Y tarde o temprano… conecta más que cualquier intento desesperado por pertenecer.

